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Prólogo

Deborah Eade

Hoy en día es casi una rutina comenzar un ensayo sobre las emergencias relacionadas con situaciones de conflicto declarando que en las guerras contemporáneas los combates ya no se libran en campos de batalla delimitados, sino en las ciudades, en los pueblos y en los hogares de gente ordinaria. El hecho de que el 90% de las víctimas de las guerras contemporáneas sean civiles, y el hecho de que cuatro de cada cinco refugiados y personas desplazadas sean mujeres y niños tal vez más de cuarenta millones de personas en todo el mundo se menciona tan frecuentemente que ya casi no nos detenemos a pensar en lo que ello significa. Se piensa que el final de la guerra fría y el colapso del bloque soviético han intensificado estas tendencias y nos han conducido al 'Nuevo Desorden Mundial' y al fenómeno concomitante de las Emergencias Humanitarias Complejas (1). La ayuda humanitaria ya no se contempla como algo aislado de la política, ni los trabajadores de la ayuda son inmunes a los ataques armados cuando asisten a los civiles en las zonas de guerra. Las organizaciones, el personal de socorros y la asistencia humanitaria se han visto sometidas a controversias feroces y a veces violentas. De diversas formas, todas ellas pueden ser manipuladas para influir en el resultado del conflicto.

Las organizaciones de socorros y desarrollo más experimentadas saben aunque a veces parecen haberlo olvidado que las emergencias siempre han sido complejas. Hace veinte años, el terremoto que en 1976 devastó Guatemala expuso las profundas fisuras sociales, económicas y culturales de ese país, y fue la chispa que encendió una de las campañas militares contra civiles más brutales, prolongadas y absolutas en todas la violenta historia de América Latina: una cadena de acontecimientos que condujo a que se le llamara un 'desastre no natural' (2). Ningún programa internacional de ayuda desde la segunda guerra mundial sea en Europa entre 1945 y 1946, en Palestina en 1948, en Biafra entre 1968 y 1970, en Etiopía en 1974 y en 1986, o en Camboya en 1979 podrá ser descrito correctamente como 'simple', tanto en términos políticos como operacionales. Así pues, puede parecer casi perverso definir ciertas emergencias como 'complejas', como si las otras de alguna manera no lo fueran.

El término 'emergencia compleja', sin embargo, fue acuñado en Naciones Unidas para describir las principales situaciones de crisis que de hecho han proliferado desde 1989, y que requieren una 'respuesta sistémica' en las que se combina la intervención militar, actividades de implantación de la paz, programas de ayuda y diplomacia de alto nivel, entre otras acciones (3). La complejidad, en otras palabras, se refiere a la naturaleza 'multi-mandato' de la respuesta internacional, así como a la naturaleza multi-causal de la emergencia; al reconocimiento del hecho de que las emergencias más importantes son necesariamente políticas y económicas tanto en sus causas como en sus consecuencias y nunca 'simplemente' humanitarias; y se refiere a nuestro compromiso como organizaciones humanitarias dentro de esa realidad tanto como a esa misma realidad.

El mundo puede ser o no ser un lugar más complejo de lo que solía ser, pero deberíamos cuidarnos de inventar una mítica 'edad de oro' de certezas morales compartidas, guerras 'honestas', y la simplicidad, nunca cuestionada, de suministrar los primeros auxilios a las bajas de guerra. Pero no hay duda de que en los últimos años nuestra comprensión sobre la ubicación de la ayuda humanitaria en la escena internacional ha tenido que hacerse más inteligente y crítica. Al formular intervenciones humanitarias hemos tenido que aprender a ver por debajo de las apariencias y a escuchar aquello que no se dice. El análisis de género ofrece una útil analogía. Hace sólo en torno a una década, los trabajadores de ayuda se contentaban consultando a los jefes de un poblado o a los 'líderes' comunitarios, acerca de lo que estaba sucediendo o sobre lo que pensaban que era necesario, y trazaban sus respuestas sobre esta base. En esos tiempos se consideraba que cualquier consulta de este tipo con las 'víctimas' representaba un avance esclarecedor respecto a prácticas anteriores. Pero las sociedades no son una jerarquía lineal, en la que aquellos que se encuentran en la cúspide representan los intereses del conjunto, incluidos aquellos que se encuentran al final del montón. Son, por el contrario, una enmarañada red de relaciones basada tanto en la exclusión como en la inclusión, y están impregnadas con perspectivas y experiencias de vida muy diversas. Si se llega a adquirir este conocimiento, decidir cómo actuar en favor de las mujeres y la infancia, así como de los hombres, supone algo más exigente, y ciertamente en algo que lleva más tiempo. Esto no se debe a que los roles y las identidades de género se hayan hecho más complejos. Ocurre, más bien, porque tenemos ¡o deberíamos tener! una apreciación más profunda sobre cómo éstos conforman las necesidades de las personas; y hemos aprendido que ignorar tales dinámicas de género provoca mayores daños precisamente en aquellos que precisan más apoyo. La dimensión político-militar de las emergencias tampoco es nueva, pero comprender cómo ésta influye en los programas de ayuda, representa un verdadero desafío para muchas de las creencias más profundamente arraigadas sobre la neutralidad y la justicia.

Una consecuencia lamentable de contemplar el final de la guerra fría como un punto de inflexión global para el humanitarismo es la tendencia a despreciar las experiencias anteriores como si éstas no tuvieran nada que ofrecernos hoy. Como subraya Stephen Commins en su ensayo introductorio, no hay nada más falso que esto. Si volvemos la espalda al pasado, no solamente perdemos la oportunidad de aprender de la experiencia; también podemos interpretar mal el presente. Esta recopilación de artículos de Development in Practice, escritos por profesionales de muy diversos procedencias y países, muestra que las intervenciones, para ser efectivas, tienen que estar siempre basadas en reconocer que las sociedades en crisis retienen y están conformadas por sus propio pasado. Un pasado que precede la llegada de la poderosa maquinaria de la ayuda internacional, la CNN o los cascos azules. Aunque pueda parecer que la supervivencia depende de la ayuda internacional, el futuro deberá ser construido por los propios supervivientes, mucho después de que se haya posado el polvo (4).

Por su naturaleza global, la guerra moderna puede hacer que su impacto sea aleatorio e impersonal, pero también muy íntimo. Desapariciones políticas, 'limpieza étnicas' y violaciones masivas de los derechos humanos sea en Guatemala, Birmania, Indonesia, Ruanda o la ex-Yugoslavia están diseñadas para destruir una sociedad por medio del terror y el odio sistemático y para destruir a los individuos por medio del miedo, el dolor y la ausencia. Los millones de minas antipersonas esparcidas a través de los campos de arroz de Camboya o las pequeñas propiedades de Angola, aseguran que esta destrucción, cruel e indiscriminada, continuará para las generaciones venideras. Recomponer vidas y relaciones requerirá paciencia, confianza, y un inmenso coraje. Para una sociedad que ha sido desgarrada por la guerra civil , el desarrollo de una visión de la justicia y la paz compartida y sostenible se puede mostrar como algo mucho más complejo que la emergencia misma.

Deborah Eade

Editora de Development in Practice

Notas


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