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Prólogo

Deborah Eade

La diversidad social es una adquisición relativamente nueva en el léxico de los pensadores y los trabajadores del desarrollo. Pero se ha convertido rápidamente en el concepto que representa tanto lo más estimulante como lo más deprimente del potencial humano. Reconocer que nuestras necesidades, nuestras perspectivas y nuestras prioridades son conformadas tanto por quienes somos como por la forma en la que nos relacionamos con los demás, y los demás con nosotros, representa un avance importante en nuestra manera de entender cómo funcionan las sociedades. Este hecho también cambia la forma en la que percibimos nuestros propios roles, como individuos y como instituciones, al trabajar en favor de la justicia social y económica.

Mary B. Anderson, autora de la introducción de esta antología de Development in Practice, ha hecho importantes contribuciones a la política y a la práctica en este campo. Sus obras han facilitado herramientas más sensibles a la comunidad dedicada al desarrollo internacional para analizar los contextos en los que actuamos; y medios más sutiles para escuchar a aquellos cuyos pensamientos han permanecido en silencio, o cuyas voces no hemos podido (o no hemos querido) escuchar. Sus revelaciones sobre cómo podemos dar la mejor respuesta a las capacidades y vulnerabilidades individuales y colectivas de la gente, y en particular en términos de análisis de género, han influenciado a muchas agencias oficiales de ayuda y organizaciones no gubernamentales (ONG) de todo el mundo.

Un reconocimiento más amplio de la diversidad social (por ejemplo, respecto al género, la edad o la identidad cultural) revela algunos de los conflictos que se producen dentro de grupos sociales que anteriormente se consideraban homogéneos (como el hogar familiar, la comunidad urbana o la comunidad de refugiados). Ello coloca los procesos de desarrollo (y los programas de ayuda) ante un espejo crítico que pone de manifiesto cómo éstos pueden, en realidad, generar pobreza y exclusión. De hecho, las intervenciones de los organismos oficiales y de las ONG a menudo han exacerbado la desigualdad y han debilitado a los que ya están sumidos en la impotencia, en gran medida porque han ignorado las diferencias sobre las que se construye la pobreza y la opresión, y las formas en las que nuestras identidades están mediatizadas por el poder. La diversidad no significa que se deba dividir a la sociedad en subconjuntos cada vez más pequeños, ni que haya que poner más etiquetas a las personas; supone, más bien, ver cómo la interacción de diversos aspectos de nuestras identidades sociales y económicas conforman nuestras opciones de vida. Una comprensión más profunda de estos procesos muestra cuan perjudicial puede ser confiar en que la situación de un grupo concreto de personas sea el barómetro con el que se mide el bienestar de la sociedad en su conjunto.

Mary B. Anderson afirma al respecto que las manifestaciones contemporáneas de intolerancia, combinadas con el abuso extremo de poder, nos exigen un nuevo y urgente análisis de las implicaciones de la diversidad en el contexto del desarrollo y de los socorros en situaciones de emergencia. Las masacres ocurridas en Ruanda en 1994 han sido un ejemplo abominable sobre cómo pueden ser invocadas supuestas diferencias entre dos grupos de seres humanos para provocar actos de espeluznante brutalidad, y de cómo el miedo puede ser manipulado para obtener beneficios políticos y materiales. La cínica expresión 'limpieza étnica' enmascara una barbarie del mismo tipo, basada en la visión totalitaria de que las diferencias no pueden coexistir dentro de una sociedad y, por extensión, que pertenecer a una cultura o grupo social en particular significa que todos sus miembros individuales deben compartir por definición los mismos intereses. A lo largo de la historia, la conjunción letal de miedo y odio ha permitido que un grupo de seres humanos deshumanice a otros, resaltando (o inventando) diferencias con el fin de negar el derecho a expresarlas, o (como en Suráfrica bajo el régimen del Apartheid) como pretexto para la subordinación sistemática de determinadas comunidades.

Pero la negación de la diversidad y por tanto de los privilegios y de la discriminación que se derivan de ella puede ser igualmente devastadora dañando vidas humanas. Por ejemplo, la 'violencia silenciosa' (1) que supone el hecho de que más de la mitad de las mujeres que mueren asesinadas, ya sea en Brasil o en Bangladesh, lo son a manos de sus maridos o compañeros. O el 'apartheid de género' (2), que supone que a lo largo de la historia del mundo hayan sido menos de dos docenas las mujeres elegidas como jefas de Estado o de gobierno. Es la categorización de las personas en función de una sola característica o de un conjunto de rasgos una discapacidad o enfermedad física, el color de la piel, el sexo, la edad, el idioma, las opiniones políticas, la orientación sexual, la cultura o la religión y de concederles o negarles derechos y oportunidades en función de tales características.

Cuando las sociedades creen ser inherentemente justas 'dejando que gane el mejor', los intentos de corregir estos sesgos sistemáticos se presentan a menudo como interferencias inadecuadas respecto al 'orden natural', una negación del 'juego limpio', o una concesión a lo 'políticamente correcto'. Además, ciertas reglas y 'leyes' son percibidas como neutras e inmutables. En realidad, la discriminación puede llegar a parecer tan natural que llegamos a no verla. Aun así, después de años de investigación de economistas feministas y otros, el PNUD estima que si el trabajo no remunerado (invisible) de las mujeres fuera monetizado, no sólo rendiría en torno a 11 billones de dólares estadounidenses al año, sino que también cambiaría irrevocablemente la fisonomía del análisis económico ortodoxo (3). Un reconocimiento más profundo de las diversas formas en las que las personas se relacionan con el mercado nos ayudaría, por ello, a hacer más equitativas las políticas de desarrollo.

Los artículos de este volumen, escritos en su mayoría por profesionales del desarrollo, demuestran que estamos muy lejos de saber como crear políticas, prácticas y mecanismos institucionales sobre desarrollo que puedan representar (y por ello rendir cuentas) a todos los intereses presentes en la sociedad, en vez de estar definidas en torno a quienes cuentan con ciertos privilegios, o que tienen más capacidad para hacerse oir. Pero al tratar de dar respuesta a las formas de diversidad existentes, debemos reconocer también el contexto más amplio en el que estamos trabajando, porque la globalización económica y los rápidos avances en las tecnologías de la información están generando una homogeneidad cada vez mayor entre las distintas sociedades y culturas. Escuchamos la misma música, dependemos de los mismos programas informáticos, vamos a la misma cadena de hamburgueserías e incluso nos comunicamos con el mismo idioma, estemos en Miami, en Manila o en Moscú. El desafío está en formar alianzas del tipo necesario para resistir la dominación ideológica y cultural, pero sin caer en un aislamiento anacrónico.

Si creemos en la universalidad de los derechos humanos, la toma de conciencia sobre la diversidad nos impone la responsabilidad moral de trabajar en favor de la erradicación de la discriminación y la exclusión que se derivan de ella. Esta toma de conciencia, sin embargo, también trae consigo la promesa de formas de solidaridad aun más ricas y estimulantes en la búsqueda de un mundo basado en la igualdad y en la justicia social para todos.

Deborah Eade

Editora, Development in Practice

Febrero de 1996

Notas


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